jueves, 19 de abril de 2007

El intrépido guía Jamalino

Entre los cedros por fin

Como pollos

Por el cementerio

Comienza el día

La noche en Meknes

miércoles, 11 de abril de 2007

Transporte colectivo

[segundo día, de Chauen a Meknés por Sidi Kacem, 2-04-2007]

En las afueras de Chauen, el alcornocal tapiza el relieve alomado mientras algunos elegantes pinabetes, con su perfil característico de conífera de montaña, se intuyen por un momento en el horizonte neblinoso de las moles rocosas. El autobús avanza a duras penas, cuestas difíciles se tornan aún más para el motor envejecido, curvas y recurvas entre verdes y amarillos, primavera rifeña desbocada. Y dentro, la humanidad, impasible al traqueteo, ajena al vehículo vetusto y, si uno no se fija demasiado, casi se diría que confiada en él. Los coches que vienen de frente aprovechan cualquier respingo del quejumbroso monstruo mecánico para iniciar un adelantamiento. Cuántos puntos de carnet desaparecerían si tales cosas ocurrieran en las carreteras de nuestro país. Sin embargo aquí, el reparto de la calzada es ecuánime, perfectamente justo: el primero que llega, aunque sea por un segundo, simplemente la posee.

En el autobús, el grupo se relaja. Las gentes sencillas son siempre las más acogedoras, y en la complicidad del destino compartido, aunque sea el breve destino de un desplazamiento en autobús, las miradas se cruzan, después las sonrisas y por último la carcajada franca. Guti hace gala de sus dotes sociales, como casi siempre, y no duda en abrir el paraguas para evitar la gotera del lateral del vehículo. Fuera, la lluvia, que nos había olvidado por unas horas, se ha vuelto a declarar. El equipaje, el bagagge, por el que fue necesario un duro regateo para que no nos los bajaran de la "baca" del vehículo al montar en Chauen, viaja al aire, expuesto a los elementos, pero al conductor no le queda más remedio que dar su brazo a torcer cuando empieza la lluvia para hacer una parada técnica en la que dos encargados envuelven, más o menos, con unos tenues plastiquillos los bultos que viajan en el techo. Aprovechando la parada para una breve meadita, el autobús arranca después de apenas un aviso, y Oscar montando al salto, o sea por los pelos, mientras la puertas siguen abiertas y los encargados son capaces de correr entre una y otra para alcanzar el otro extremo del vehículo en lugar de desplazarse por el pasillo entre las butacas, como si el interior y el exterior del armatoste con ruedas fueran la misma cosa, cosa que por otra parte queda demostrada con la gotera y el paraguas de Guti.

El cacharro de chapa sigue su camino, y cuando llegamos a la estación de autobuses de Sidi Kacem, la bajada de los bultos sucede sin percances gracias a los voluntarios, es decir, a los propietarios del equipaje: el encargado se dedica a tirar todo abajo sin demasiados miramientos, apenas sin comprobar si hay alguien ahí para recogerlos. Gracias al quite de Samuel y Yymy, tomamos sanas y salvas nuestras mochilas (Oscar su maletita de ruedas; Pilar y Esther, sus “maletitas” de ruedas), y nos dirigimos a la parada de taxis. Allí, unas docenas de vehículos maltratados por el tiempo y el uso, marca Mercedes casi todos ellos, esperan el turno para recoger clientes. El ambiente sórdido de la pequeña mafia del taxi, que ya detectamos en Ceuta, tras pasar la frontera, se puede masticar; hay un personaje que hace de intermediario entre los futuros clientes y los taxistas, y nadie puede negociar si no es a través de él. No sin antes regatear largo y tendido, y tras llegar a un “ni para ti ni para mi” como suele suceder, acabamos alquilando un par de grand taxis, seis personas por vehículo, humanidad apretujada una vez más, que, a través de las extensas llanuras cerealistas de las mesetas interiores marroquíes, nos depositarán en Meknès, cuarenta kilómetros más allá, bien entrada la noche. Noche mágica esta de Meknès en la que, damas y caballeros, nenes y nenas, presten toda su atención, sucederán cosas fascinantes.

Etiquetas:

De mercados

Los mercados de Marruecos o esos primos lejanos de los que podemos tener en el primer mundo. Lo único q tienen en común con los nuestros es que son lugares donde se reunen alimentos que las gentes compran para su provisión diaria. Y poco más.
En estos lugares no existen los alimentos empaquetados, ni etiquetados, ni existen ISOS o códigos de barras, ni norma alguna de higiene, ni siquiera un mínimo de estética o pulcritud para mostrar la crueldad de la estampa de un animal degollado, sanguinolento, o con los sesos fuera, que están a la venta, y que algún paisano comprará para cocinarse algún manjar.
Sorprenden los olores a muerte de la sección de carnicería, vecinos de los deliciosos de la sección de especias, tés y ambientadores naturales, como también sorprenden los ejércitos de moscas que pululan por el mercado a sus anchas, las abejas que intentan robar de los dulces lo que un tiempo atrás fue suyo, los gatos que se mueven por los pasillos recogiendo todo lo que sobra por los suelos, o esos corrales de pollos que esperan a que el verdugo les corte el pescuezo cuando el cliente les señale con el dedo.
Los mercados que conocimos son micromundos donde se puede encontrar lo mejor y lo peor, en contraste irremediable, con la seguridad de que no dejará indiferente al que acostrumbra a moverse por los del mundo "civilizado".

Empresario en Meknès

Acostumbrados al ritmo de vida del mundo occidental, con los rígidos horarios y el ritmo loco de la vida moderna, llegar a Meknés fue llegar a una burbuja. Es difícil entender como la vida de muchas personas se limita a salir a la calle con la incertidumbre de qué les traerá el nuevo día, con montones de chavales que deambulan por las calles intentando agarrarse a algún turista que le haga pasar el día y de paso sacarle algún objeto imposible de tener en este país, sin obligaciones, ni trazas de arraigo familiar alguno.
La plaza de El-Hedim es una plaza diáfana, enorme, de planta rectangular, donde se dan cita variopintos empresarios venidos de cualquier parte del mundo que intentan colocar a los curiosos que les rodean, patas de aveztruz, huevos, brebajes milagrosos para la curación de todo tipo de males, lagartos del desierto que pacientemente esperan a su nuevo dueño, y las cosas más inimaginables que uno se pueda pensar. La instalación se limita a una manta tirada en el suelo donde el vendedor espera que se ponga el sol para recoger y partir hacia otro lugar con la incertidumbre de saber si será capaz de captar a un nuevo cliente que le dé un puñado de dirhams que le permita la supervivencia.
Uno de estos tipos que ocupaban la plaza, con gran despliegue de medios, portaba un pequeño puesto de tiros de escopetas de aire comprimido, donde los que probaban su puntería elegían la escopeta verde o la roja, y apoyaban sus brazos sobre cojines esperando acertar en el fino palillo que portaba un simple cigarro como premio para el tirador. Si erraban el tiro, el plomo del perdigón golpeaba una plancha metálica pintada chapuceramente de verde, causando una nueva abolladura en la chapa. La actividad de este personaje se resumía en montar el puesto, esperar sentado durante todo el día, recoger las ganancias y el puesto, y al día siguiente otro día más.

La aventura está en el bus


Cuando planteamos el tipo de viaje que queríamos, tuvimos claras dos cosas: que fuera económico, y que conociéramos de cerca a las gentes de allí. Moverse en bus de un punto a otro cumplía a la perfección estos objetivos. Recuerdo las palabras de Oscar por teléfono...."vamos en bus que en Marruecos te partes el.....cuscus". Y nos lo partimos.
Un trayecto de unas 6 horas de viaje viene a salir por unos 6 euros, y en el interior de uno de estos buses puedes encontrarte con los personajes más singulares que puedes imaginar. Todos temíamos que viviríamos en color las escenas que todos tenemos en la retina de las películas de Paco Martínez Soria, que muestran la forma de vida de la España de las postguerra, pero nos quedamos cortos. De entrada los baggages no viajaban en el maletero, sino en el techo del bus, atados por unas cuerdas mugrientas con pinta de no poder aguantar por mucho tiempo las tensiones del viaje. Mientras Oscar se pegaba para evitar que una vez más nos cobraran el doble por llevar nuestro equipaje, Pilar no quitaba ojo de su maleta roja con ruedas y presionaba, sin éxito, al mozo para que la tratara con cuidado y la atara de manera que no se quedara por los siglos en un talud de la primera curva que tomáramos; Samuel me daba unos toques con el codo para que fijara mi antención en el conductor que con una llave inglesa enorme, tenía medio cuerpo metido entre la rueda y el bus apretando alguna tuerca de la dirección; Esther daba la voz de alarma para que no nos quitaran los sitios; Iván vigilaba con atención que todas las mochilas estuvieran juntas; y los fumadores aprovechaban el último segundo de espacio al aire libre para dar unas caladas aceleradas a un cigarro.
Ya una vez dentro, sorprende que una vez están los asientos ocupados, continúa subiendo gente, y es que se puede viajar de pie de un sitio a otro en estos buses, y con cajas y con lo que quieras. Eso sí, no permiten fumar en el interior.
A mitad de camino el bus se detiene en un control policial. Sube un agente con cara de malo de verdad, que repasaba con detenimiento los caretos de los pasajeros, uno a uno, y a algunos como a mí nos hizo recordar el momento en el que en clase el profesor pedía un voluntario para cantar la lección, y no sabías si mirar al suelo o retarle aguantándole la mirada. Por nuestra zona pasó de largo, pero descubrió en el fondo del bus a tres polizones escondidos, que bajó del mismo y nunca supimos cual fue el destino de estos chavales. Encontró tres, pero alguno se le pasó por alto, ya que unos kilómetros más adelante, sin detener el autobús, se bajan del mismo el asistente del conductor y un chico negro, me mientras se reía corría hacia la parte de atrás del bus para meterse en el maletero, lugar donde completaría su viaje, y con el mismo bus en marcha el asistente en un nuevo sprint, abre la puerta y se monta....y aquí no ha pasado nada.
Después de ver cosas de este tipo, tener que abrir el paraguas dentro del autobús cuando comenzó a llover, queda en poco más que en una foto graciosa. no?

A las puertas de todo


A las puertas del desierto, o de un bosque espectacular de pinsapos, o de unas gentes tan misteriosas como intrigantes, o a las puertas de la edad media... Durante todo el viaje hemos ido abriendo muchas puertas y en otras ocasiones nos hemos quedado ahí, en el umbral, intentando contener las ganas de perdernos por aquel caos inmenso y descubrirlo de verdad. Mientras esperamos a volver para conocerlo mejor, nos conformamos con las imágenes de los cientos de puertas, todas ellas diferentes y cargadas de detalles. Es la belleza de lo sencillo.

El sueño del viajero


El día era agotador. La tensión constante de mantener la alerta para que el amigo infiel no te limpie los bolsillos, el mirar a todas partes para que no se espape un detalle de este mundo tan distinto al nuestro, las noches en las que como furtivos sacábamos unos chupitos de ron o unas preciadas cervezas mientras comentamos las historias del día, la confortabilidad relativa de los hoteles que pisamos, y el pateo de las laberínticas calles, consumían nuestras energías inevitablemente, y muy a nuestro pesar retorcíamos nuestro cuerpo para adaptarlo al pequeño espacio disponible para nosotros, sin importarnos apoyar la cabeza en la mugrienta y fétida tela naranja que cubría los asientos para conseguir echar un mocho y estar a punto para la siguiente historia.

Ventana a Chaouen


Allá por donde pasamos, de manera estratégica y discreta, se hayaban escondidos altavoces que sirven para recordar a las gentes del lugar que pertenecen a un rebaño. Y lo recuerdan varias veces al día, incluso de madrugada. No se te ocurra salirte, amigo, que bajo la protección de Alá se está muy bien....y para llegar bien al centro de las mentes de los que tienen mala memoria, construyen altos minaretes, o los colocan en lugares altos, como este de Chaouen, para que mires a donde mires tengas presente quien es tu amo.

Desde fuera


Chaouoen es el pueblo azul. Cuantas veces he escuchado esta frase, y qué lejos estaba de imaginarme cómo era en realidad. Tiene el mismo azul del cielo, o de las montañas brumosas en la lejanía, y lo invade todo, como si pretendiera ser el punto del planeta que se presenta voluntario para unir cielo y tierra. Allí donde exista una pared, alguien se encargará de pasar su brocha cargada de azul, para darle a este pueblo ese toque de color que lo hace único y mágico.

Morocco is different


Esta imagen merece poco comentario. La hice nada más llegar a Chaouen, con la habitación del hotel ya reservada, y sorprendidos cuando el Hamalino nos indicó que se podía subir a la azotea, que tenía unas vistas impresionates del pueblo. Así fue, y en un arranque de genialidad de Sam, hice este posado que nos provocó la carcajada cada vez que hacíamos un pase de las fotos. Qué importante es tener siempre cerca a personas así, que te hacen todo más fácil incluso la risa sin descanso. Gracias amigo.

Llueve en Chaouen

Cuando pensamos en Marruecos, nosotros, turistas principiantes del Magreb, lo asociamos a calor y sequedad. Pero es un país muy montañoso, con muchos contrastes y con regiones tan verdes como las que más en nuestro país. Pero quizá el Sahara extiende su poderío hasta nuestras cabezas, confundiéndonos y haciéndonos creer que lo domina todo. Nada de eso es verdad. Chaouen, como tantos otros de la zona del Rift, es un pueblo de montaña, rodeado por unas paredes de roca espectaculares, que dejan ver en lo alto de sus cimas una traza de lo que será un bosque de pinsapos espectacular, que no tuvimos el gusto de patear, y donde los días lluviosos son más frecuentes que los días secos.
En este país, poco dado a membranas impermeables, contavientos de úlitma generación, y otro tipo de inventos que la industria nos ha colado como imprescindibles, sus gentes se mueven con sus chilabas de algodón, y en algunos casos con un paraguas. Y para qué más?

Chilabas


Ir por los pueblos de Marruecos con una cámara en el bolsillo es como ir por las calles de Madrid con un Colt cargado con 8 balas. La única intención al desenfundar mi pequeña Canon es dejar para siempre fijada la imagen que mi memoria no sabrá mantener intacta con el paso de los años. Pero este gesto inocente es tomado por los lugareños como una sentencia a muerte, y no dudarán en huir o esconderse para que su imagen no sea robada por el turista.
De vez en cuando, disimulando, desenfundaba el arma mientras haciéndome el despistado me acercaba a mi objetivo, y cuando estaba a tiro, sin piedad, apretaba el obturador, pero no se escuchaba el eco del disparo, ni caía presa alguna al suelo, ni sangre de por medio. El resultado de mi disparo provocó, en este caso, que para siempre estos paisanos de Chaouen permanezcan sentados en esa mesa manteniendo la tertulia, vestidos con sus chilabas esperando a que pase la lluvia para moverse a otro lugar.

Colores de Chaouen

El color sorprende en Chaouen. Todo el pueblo está bañado por un azul índigo que lo hace diferente a otros sitios. Las paredes irregulares siempre encaladas, blancas y azules, con puertas y ventanas generalmente muy pequeñas y destartaladas, pero llenas de detalles que hacen difícil alejarse de ellas cuando se tiene una cámara en las manos. En el laberinto de las calles de Chaouen el azul no sólo cubre las paredes, sino también el suelo, las rejas, barandillas, puertas y ventanas, que unido a las figuras casi fantasmales de sus habitantes enfundandos en sus chilabas, le dan un toque misterioso y embriagador que provoca que antes de salir de este lugar ya pienses en regresar.

Ultima cena

Fez, 6-abril-2007 (click aquí para ampliar). La úlitima cena, o el milagro de comer trece personas con siete menús y sobrar comida. Ya cansados de la paliza acumulada de los viajes en bus, del regateo constante, del engaño marroquí para sacarte unos dirham cuando el trato parecía definitivo, de mirar a mil sitios en cada metro del camino, de comer en sitios de paso, de viajar en definitiva, nos quisimos dar ese merecido homenaje del viajero. Y nada mejor q en este lugar lujoso con decoración árabe y buena cocina (aunque más de lo mismo) para repartir el pan a los discípulos por nuestro mesías particular. Esta foto resume ese momento de descanso merecido. Amén

Paraguas, chilabas y babuchas

Chauen, 1 de abril de 2007, desde la terraza donde conocimos a Sarah y a Julia.

El vendedor-comprador


Pilar inspirada, vendiendo paraguas (Chauen, 2 de abril de 2007).

Lluvia en el Rif

[segundo día, Chauen, 2-04-2007]

El Rif brilla con los verdes de la hierba y los grises de la caliza humedecida. La gran cordillera del norte de Marruecos, simétrica de nuestras béticas, está sumida en la primavera, y las genistas amarillas alegran la mirada del viajero mientras el ganado deambula pausadamente por los extensos pastos. Ayer se puso a llover. Un temporal venido del Atlántico irrumpió en la región de Chauen, y la humedad y el frío se han apoderado de nuestros cuerpos, aunque nunca podrá hacerlo con nuestras almas expectantes en estos comienzos del viaje. Debe de ser frecuente e intensa la lluvia en primavera, así como las tormentas de verano, en esta región de Chauen, donde relictos bosques de rarísimos abetos africanos (Abies maroccana) engalanan algunas cumbres privilegiadas, una situación de nuevo idéntica, pero simétrica, con lo que ocurre con nuestro pinsapo (Abies pinsapo) en las montañas malagueñas y gaditanas, uno de los lugares más húmedos de nuestro lado del estrecho. Como sea, tanta belleza silvestre tiene un precio, y hoy ha amanecido el tiempo revuelto. Hemos desayunado en la plaza de Chauen, entre tiritones, y tras un intento de transformación en vendedora ambulante por parte de Pilar, nos hemos dispuesto a dar un paseo por el pueblo bajo los paraguas que acabamos de comprar (treinta dirham cada uno, unos tres euros, y el tío no se ha bajado de la burra: o eso, o a mojarse).

En la medina de Chauen, parece que uno paseara por Ibiza, o por el Albaicín granadino, o por Mojácar, o tal vez, algo más lejos, por el San Blas cusqueño. Todos ellos entornos empinados de callejuelas blancas y luminosas, laberintos intrincados en los que tras un recodo no es posible esperar más que otro, una escalera, una cuesta, una mujer tocada con su hiyab en una puerta. Al fin y al cabo, si no fuera por el detalle humano, la mayoría de los lugares serían idénticos a los otros. Y sin embargo, en Chauen, está el reflejo celeste de los enfoscados de yeso teñido señalando claramente la diferencia. Dicen que fue la primera colonia judía en la ciudad la que impuso esta moda. Da igual el origen: el resultado es espectacular.

La medina azulada de Chauen es modesta pero encantadora. Los puestos se arremolinan en las calles que circundan la plaza; como toda medina, en ella se establece la vivienda, pero también el comercio. El caos propio de estas ciudades antiguas marroquíes no es tan evidente aquí, donde la menor población lo limita, y la sensación es de pulcritud y tranquilidad en toda la medina. Sobre todo hoy, que llueve, y sólo unos pocos turistas nos hemos atrevido a salir a la calle, a dejarse perder entre los muros retorcidos, bajo los tejados casi unidos. Hay unos taburetes rústicos fabricados íntegramente de corcho de alcornoque en el quicio de una puerta azul. Una señora vestida de amarillo en medio de una empinada cuesta, la cuál está completamente teñida de índigo, paredes y suelo. Un arco da paso a otra porción de calle. Una casa estrecha, flanqueda por cuestas de pendiente opuesta en cada uno de sus lados. Unos carpinteros tallando pacientemente complicados dibujos sobre tablas aromáticas de cedro rifeño. Un callejón en el que los hombros del paseante rozan las paredes. Un balcón y una entrada de una casa tallados en maderas del Rif, aportando variedad al conjunto. Todo azul en esta medina. Las paredes, teñidas por los ancestrales tintes árabes, resplandecen en índigo y celeste. Las puertas y los marcos de las ventanas, en un tono azul más intenso. El cielo no. Hoy está gris. Y aún así, la humedad resalta el color, hace brillar las calles. Parece como si todo el cielo se hubiera caído de su sitio derramándose por la medina, dejando en su lugar y sobre nuestras cabezas un hueco irregular, gris y blanquecino.

Tras atravesar el laberinto de callejuelas, nos dirigimos, en un paseo breve, a las afueras, a la mezquita vieja, hoy en ruinas, de la que prácticamente sólo queda un minarete apenas en pie y una pared ruinosa con el hueco del mirhab (nicho) que señala la quibla (la dirección hacia la Meca). Desde lo alto, la vista del pueblo es magnífica, mancha blanca rodeada de una breve muralla y enmarcada por imponentes montañas, que despiertan el instinto a todos los que palpitamos con la naturaleza. Un personaje local que conocemos en el minarete nos indica el camino para visitar el bosque de pinsapos. No hay tiempo en este viaje, ya elegimos ayer entre los cedros del Atlas Medio y estos pinsapares, ganando los primeros, pero queda cuidadosamente anotado. Otro señala el lugar donde verdea el principal cultivo de Chauen y probablemente una de las bases fundamentales de su economía: los campos de kif (es decir, de marihuana). Están ralos todavía, pero la cosecha irá creciendo poco a poco con estas lluvias bajo el calor norteafricano. Nos invita a visitar su casa, donde extraen laboriosamente el polen, la resina, la mierda, los distintos componentes activos de la hierba mágica. Rechazamos la oferta muy a nuestro pesar: el autobús sale en una hora y no hay tiempo.

Volvemos a toda velocidad al pueblo atravesando de nuevo, brevemente, la medina azul. Ha sido una visita muy corta, pero queda en la mente de todos el deseo de volver. Es ya tarde, no hay ya billetes directos a Meknés, que es nuestro siguiente objetivo, y tomamos el autobús rumbo a Sidi Kacem a la una menos cuarto del mediodía. No sin antes regatear por el transporte del equipaje, que "misteriosamente" no va incluido en el pasaje. Oscar defiende a capa y espada un precio razonable: 5 dirham por paquete. Y gana. Por supuesto.

Etiquetas:

Hammam

[primer día, Chauen, 1-04-2007]
Mientras Guti insiste en pasar aunque aún estén las mujeres, siempre en broma pero siempre con un "por si cuela" en cada frase, la encargada del hammam lejos de escandalizarse se ríe, lo hace porque no tiene más remedio, porque Guti es simpatía en persona y porque las personas, aún ataviadas con pañuelo islámico y largas ropas expresamente diseñadas para ocultar toda forma, no somos más que personas en cualquier rincón de este ancho mundo. No es la hora todavía, y es que con las prisas del viaje hemos olvidado cambiar nuestros relojes, una hora menos en Marruecos, no, una no, ¿dos horas menos?, claro, aquí no hay horario específico de verano y nosotros cambiamos el nuestro peninsular hace pocos días. En lugar de haber rotado el turno ya como todos pensábamos falta aún una hora para nosotros. El hamman va por turnos, las mujeres durante las horas centrales del día, los hombres tras el atardecer y en las primeras horas de la mañana; ahora siguen ellas, hasta las ocho, son las siete en Marruecos, las nueve en España; aún siguen ellas ocupando el espacio público más privado de la morería, unas junto a otras, cuerpos tamizados por el vapor, el lugar más íntimo de sus vidas, calidez que reconforta el alma entregada a la amiga, tal vez por un instante a la amante prohibida, comunidad, complicidad, miradas que se dirigen al interior mientras el contacto físico, sencillo, el único que resulta preciso, acentúa los mensajes. Nuestras compañeras, extranjeras como nosotros, ya han pasado hace un rato, nos esperarán en el lugar donde hemos quedado para cenar, llegaremos tarde, no hay remedio, suponemos que ellas se habrán dado cuenta del cambio de horario. Mientras hacemos tiempo, en Chauen sigue lloviendo, la impresionante barrera del Rif desgarra las nubes que acaban de atravesar el Estrecho y el frío atenaza nuestros huesos, no esperábamos este tiempo en África, Samuel se ha constipado nada más pisar tierra marroquí y muy pronto caeremos otros.
Por fin llega la hora. Entramos expectantes. Ya no está la encargada del turno de mujeres y en su lugar nos reciben dos personajes masculinos que nos indican dónde tomar una toalla si no la has traído, dónde dejar la ropa, nos preguntan si queremos masaje, si desearemos un zumo de naranja al salir, nos informan de los precios de cada cosa, de las normas básicas. Una vez despojados de nuestra artificial indumentaria (artificial por definición de indumentaria) entramos en la primera estancia, en la segunda, y por fin nos vemos bajo la bóveda perforada de la sala principal del hammam, donde los vapores nacen en una fuente de agua que se calienta hasta casi la ebullición en un espacio cercano, probablemente a base de paletadas de leña; las tuberías recorren el suelo, que arde bajo nuestros pies, nos tumbamos sobre él, la piel contra las baldosas calientes, no sin antes dar un breve respingo; un compañero acepta un cubo con agua que proporciona un encargado, agua caliente que purifica, arroja ese agua sobre tu cuerpo que vuelve a estremecerse ante el pulso de temperatura, agua de fuego que al principio parece insoportable, luego algo caliente, al final agradable. El calor húmedo del líquido y de sus vapores va caldeando todos los poros de nuestra piel cansada de viajeros, los cuerpos de los compañeros y también los de los hermanos marroquíes que reposan junto a nosotros. Apenas llamamos la atención, el trato al extranjero es idéntico al que se da al propio, la piel semidesnuda es la mejor receta para hacer indistinguibles las almas. Uno a uno, por turno, vamos pasando a la estancia adjunta, la habitación con la temperatura intermedia. Allí, un masajista, de piel y de huesos roídos por la edad pero con la fibra persistente como en el mejor momento de su vida, nos ordena mediante gestos cómo debemos colocarnos. Primero, boca abajo, la piel vuelve a estremecerse, esta vez ante la temperatura inferior del suelo embaldosado, él toma una esponja o estropajo y recorre frotando todos los centímetros de tu piel excepto los estrictamente íntimos, restregando enérgicamente, arrancando vestigios epidérmicos, un estropajo purificador y hermanador, usa el mismo para todos tras un leve enjuague. Prácticamente en ningún momento se percibe la más mínima sensación de escrúpulo, al menos no una vez que la relajación se ha apoderado del espíritu. Después, media vuelta y nueva refriega por el otro lado. Además de la limpieza, el masajista te proporciona algunos ejercicios de flexión y extensión, primero las piernas, que sujeta con firmeza, las abre hasta el límite de tensión, hasta una posición perfectamente medida, o las dobla hacia atrás, luego los brazos, hacia atrás, hacia delante, hasta terminar la sesión con un breve tirón de vértebras cervicales, las manos situadas en la nuca, un crujido de la columna vertebral que la prepara de nuevo, reiniciándola, eliminando las tensiones del día. El baño prosigue un poco más, entre jarreos de agua caliente, o templada, entre camadería y vapor. Hay dos grifos, uno de ellos de agua fría, y el líquido se puede mezclar en los cubos hasta obtener la temperatura deseada, algunos se atreven al final con el agua recién nacida en las montañas rifeñas, nuevo estremecimiento, esta vez despejador, revivificador, contraste de temperaturas, despertar a la vida, hasta que empezamos el pausado peregrinaje inverso, primero la sala intermedia, de temperatura intermedia, luego la sala primera, de temperatura menor, secamos nuestra superficie revivida, comprimimos suavemente nuestros músculos aún seducidos por el calor físico y humano del baño y, justo antes de apretujar las almas, salimos a la estancia exterior, nos volvemos a vestir, salimos a la calle, llueve, sigue lloviendo, el empedrado antiguo de las calles de Chauen brilla bajo la humedad de la lluvia africana y mediterránea, pero los cuerpos reconfortados caminan por las callejuelas blancas y azules, azules y grises, como si no existiera la temperatura, como si la climatología entera no tuviera que ver con nosotros, como si bajo el cielo negro desgarrado no hubiera más cosa mas que la propia humanidad entrelazada, toda ella única, ajena a lo demás e inmutable.

Etiquetas:

Pequeñez

Volver después de viajar siempre es ver tu vida más pequeña. Y cuando todos menos uno en un grupo de doce eran antes desconocidos, la sensación se torna mucho más desconcertante hasta casi hacerse abrumadora. Hoy, lo cotidiano impone aún más soledad que de costumbre, como si el recuerdo de los autobuses atestados, o de la marabunta humana y animal de las medinas, o de la docena de sacos de dormir extendidos en el suelo de un palacete árabe reconvertido en improvisada casa de acogida, empequeñecieran aún más el cada día, disminuyeran todavía más la pequeña ventana tras la que vivimos sentados, incapaces de apreciar el mundo en su compleja y extensa magnitud. El aterrizaje siempre es duro, pero lo que queda para siempre en un rincón de los corazones, incluso de los más endurecidos por la esclerosis del tiempo, es lo vivido, que es lo mismo que decir lo aprendido. Después de todo viaje, el que verdaderamente ha viajado lo sigue haciendo por unos días, tal vez por el resto de su existencia. Ese es el momento adecuado para asentar la experiencia, para profundizarla, para comunicarla y enriquecerla. Sería este el mejor momento para empezar a contarlo todo.

Dicho esto, yo tiro del carro. Y el que quiera, que siga. Y no pienso rebajar ni un Dirham (es mi último precio). ¿Oído cocina, chicos?

Etiquetas:

sábado, 7 de abril de 2007

Siete de ocho

En el Bab Bou Jeloud los fassis (habitantes de Fez) se amontonan entre turistas y ropa colgada, entre baratijas y talladores de lápidas, entre manojos de menta y pollinos cargados con alforjas. La vida de la medina, de la Fez Vieja (de Fez El Bali), es abarrotada de día, mientras que por la noche se transforma en un precipicio al que hay que arrojarse si se quiere intuir apenas un fondo profundo, desconocido y peligroso.

El grupo se mueve despacio entre las montañas del Rif y el Atlas, entre el Atlas y las mesetas centrales, entre la meseta, que casi sería como la meseta castellana, y la costa, que casi sería como la costa malagueña. El grupo, unas veces doce o catorce, hoy ya sólo once, se mueve despacio, sin pretensiones, sólo saboreando, sólo dejándose llevar. Ceuta (Sebta), Chauen, Meknés, Azrou, Fez. Hoy Asilah. Mañana Ceuta otra vez, y ya casi estaremos en casa. De momento, por un día y medio, enclavados en la costa atlántica de medinas blancas y fortificaciones de piedra. Calles de cal que en la oscuridad de la noche siguen blancas mientras la soledad del laberinto de recodos envuelve al visitante extranjero que busca bebida, brebaje infiel de composición prohibida, en la periferia del suburbio, en el suburbio de la ciudad inmaculada, mientras el guía-amigo nos lleva, nos trae, nos dejamos llevar, nos seguimos zambullendo en el embrujo primigenio de los pueblos nuevos y antiguos, somos arrastrados a la necesidad de volver, de repetir, de profundizar, de seguir intimando con la tierra y con las gentes.

Hoy en Asilah. No ha dado tiempo a escribir más. El grupo se mueve como una serpiente caldeada por el sol del mediodía magrebí. Los detalles habrán de venir a la vuelta. Tendrán que esperar las empinadas calles azules de Chaouen; el cementerio de Meknés y una noche de circo espontáneo en El-Hadim; Jolitta, una ciudad sin calles, y un faux guide adolescente en Fez; los cedros que dibujan un paisaje suizo en pleno Atlas; una visión desde el malecón donde la luna recortada vigila un océano Atlántico bañado de África. Será mañana, o pasado mañana, o un día cercano. Pero será ya desde el otro lado de un escaso brazo de mar de catorce kilómetros que apenas acierta a separar un continente de otro. Con cuarenta millones de historias, distintas y próximas, diferentes y relacionadas, en cada una de sus orillas intrincadas e inabarcables, como el organismo palpitante de una medina marroquí.

Etiquetas: